La población humana del planeta llegará en breve a los 7.000 millones de habitantes.
De ellos, una proporción creciente vivirá en ciudades. En términos de demanda de alimentos eso supone que habrá más bocas que llenar y menos manos disponibles para hacerlo. No vamos a entrar aquí en valorar la magnitud exacta de aquel aumento y de este descenso, lo que nos interesa es la dirección de los cambios y las consecuencias que sobre la producción agroalimentaria tendrá.
Tampoco vamos a considerar otros factores que sin duda también influirán de manera decisiva, como son los gustos de los consumidores, la distribución del poder de mercado a lo largo de la cadena de distribución alimentaria, la distribución de tierras y de agua para el riego o el grado de conexión de los mercados agrarios mundiales… Si hay que producir más alimentos con menos personas, lo obvio es que habrá que aumentar la productividad del trabajo en el agro mundial.
Obviamente, habrá lugares en los que el aumento sea muy sencillo, porque la capitalización del sector agrario ni siquiera haya comenzado. Pero en otros lugares, sobre todo en los países desarrollados, el aumento de la productividad será más complicado por el mero hecho de que los niveles conseguidos ya son muy altos.
Por otra parte, la tecnología ha ido ganando presencia en cada vez más ámbitos de nuestra vida, hasta el punto de que se ha convertido para una gran cantidad de los ciudadanos de este planeta en algo que se lleva siempre encima (como los teléfonos móviles).
Las tecnologías de la información han revolucionado nuestra manera de comunicarnos, han esponjado la sociedad y a las empresas a favor de la globalización y de una mayor permisividad ante nuevos avances tecnológicos. Avances que, por otro lado, se han acelerado de forma importante en las últimas décadas.
La llamada «Revolución Verde«, que posibilitó el crecimiento de la productividad agraria en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, era en el fondo una revolución tecnológica, basada en el enriquecimiento de la fecundidad de los suelos.
Finalmente, el deterioro del medio ambiente y sus cada vez más manifiestos efectos sobre nuestra forma de vida nos imponen una limitación absoluta: no podemos aumentar la producción a costa de la utilización ilimitada de recursos, ni podemos hacerlo a costa del deterioro medioambiental a largo plazo.
A estas alturas seguro que ya has adelantado la conclusión, se trata de aumentar la producción, con menos mano de obra y con menos recursos productivos (agua, tierra, abonos, fitosanitarios). Afortunadamente esto hay que hacerlo en un momento en el que la tecnología está relativamente dulce.
Los avances ya no se limitan a la mejora de la calidad de los suelos y al tratamiento de las enfermedades y malas hierbas, hoy alcanzan a los procesos de información para la toma de decisiones, la robotización de procesos, la optimización del manejo, la mejora acelerada de las variedades, etc. Con el uso de tecnologías que no son ciencia ficción, sino que están disponibles ya, podemos mejorar el rendimiento de nuestros cultivos al mismo tiempo que optimizamos el consumo de inputs, favoreciendo con ello la sostenibilidad del sistema.
También podemos cerrar en mayor medida que en décadas anteriores los ciclos de energía y materia de los procesos, ahorrando costes de producción o aumentando los ingresos de explotación. Obviamente, el ritmo de adopción de estas tecnologías debe ir de la mano de la rentabilidad de las mismas para los agricultores y ganaderos. En cualquier caso, y al margen de la velocidad de adopción de los nuevos sistemas, la agricultura del mundo de 7.000 millones de almas, será mucho más tecnológica que la actual: desde la semilla hasta el proceso de recolección y poscosecha.